Santa María, 8.
Llevaba
mucho tiempo queriendo ir y por fin me decidí. Por fuera se veía como una casa
normal, de las que todavía existen, con sus achaques de falta de pintura en la
fachada, con desconchones que anunciaban lo difícil de su vida, macetas en las
ventanas que daban colorido y contrastaban con la cal de las paredes y el verde
de los barrotes de las ventanas. Su
estructura barroca entreveía una edad de al menos trescientos años, lo que son
unas diez o doce generaciones, con sus historias, con sus penas y alegrías, con
sus mejores y sus peores momentos.
Una señora mayor estaba sentada en la entrada. Por ello,
al entrar le dije que allí había vivido mi familia, de la que por supuesto, a
pesar de haber pasado cuarenta años, se acordaba, y me indicó cual era la
puerta de la casa. Al entrar en el patio quedé exhausto. Los latidos del
corazón se me hacían cada vez más rápidos y notaba como la sangre me fluía con
demasiada velocidad. Mi mente entraba en un extraño estado que me hacía evadirme
de la realidad y empezó a funcionar sin control por mi parte.
Quizás por eso, la luz que entraba por la abertura superior
hacia el brocal de pozo del centro de la finca me parecía cegadora, pero
irradiaba felicidad. Empecé a escuchar sonidos, niños correteando y alguna
radio puesta. Pero, lo que me hizo introducirme de pleno en ese sueño
despierto, fue un olor, un olor que reconocía, el del puchero de mi madre. Miré
por la ventana y allí estaba, más guapa que nunca, tatareando las mismas
canciones que yo había escuchado de su padre mientras cocinaba. Era un torrente
de vitalidad que se reflejaba en sus ojos, los mismos que me acunaron y los que
veo todavía cada vez que voy a visitarla. Nunca había sentido tanta felicidad.
En el patio, un mosquetero de medio metro me desafiaba
con su espada, era mi hermano Kiko, como siempre, disfrazado de carnaval y
jugando a ser coplero. Detrás de él, mi hermano Antonio dibujaba un tigre en un
cuaderno de dibujo, lo que siempre le ha gustado y en uno de los cuartos, el
principal, veía a una niña acompañada de toda mi familia, con la nariz llena de
merengue mientras soplaba las velas al cumplir un año, mi hermana Loli, radiante
de hermosura.
Esas imágenes, que tanto había visto en el álbum de fotos
familiar, se me hacían realidad, mientras escuchaba la cerradura de la puerta y
el olor característico del perfume de mi padre. Comprendí que mi familia había
sido feliz allí y, en cierta medida, sentí una envidia sana por haber sido el
hijo más pequeño.
Salí de la casa al cabo de una hora, con la idea clara de
que tenía una familia estupenda y comprendí, sin dudar en ningún momento, por
qué mis hermanos presumen tanto de ser del barrio de Santa María.
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