LA FELICIDAD NO SE OLVIDA
RELATO PRESENTADO AL XXX PREMIO DE CREACIÓN LITERARIA EL DRAG.
Un día más, Ana se posa ante la ventana recordando lo que ha hecho en los últimos días. Sus ojos reflejan lo frágil de su juventud, su mente, el dinamismo infantil y, cada recuerdo, la felicidad que siente a pesar de vivir en una tumultuosa época. Y es que le ha tocado vivir en el hambre, la miseria, y el olvido de lo que llamamos posguerra española.
Nacida en 1935, no fue
consciente del ambiente bélico en el que pasaron sus cuatro primeros años, ni
de la ausencia de su padre, enviado al frente por las tropas nacionales a pesar
de su más que conocida tendencia republicana. Ella vivía en Cádiz, donde la
guerra apenas duró unos días para convertirse en un lugar de retaguardia, pero con
la represión acechando todas las cosas, entre confidentes acusadores de la
policía y rencillas personales remontadas a tiempos pretéritos. Pocos fueron
los que se salvaron de ser tachados de algo, y menos aún, entre las clases
menos pudientes.
Su familia era una
familia de trabajadores. Su padre, trabajador de la madera en los Astilleros
Echevarrieta, había sido prácticamente obligado a ser miembro del Sindicato de
la Madera de la Federación Gaditana de la CNT, aun estando ajeno a las ideas
anarcosindicalistas, para mantener su trabajo. Su madre, por su parte, había
entrado como cigarrera en la Fábrica de Tabacos, donde, aunque no se había
sindicado, compartía mesa y trabajo con compañeras de ideología marxista. Tras
el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, ella perdió su trabajo y él fue
incorporado a filas, volviendo a su puesto en los astilleros en 1940.
Ana es hija única. En
1941 empezó a estudiar en el colegio de San Martín, cómo no, separada de las
otras niñas, las niñas de bien. Y esa es la tónica de su juventud, donde no
llega a entender por qué esas otras muchachas se niegan a ser compañeras de sus
aventuras. Pero a Ana no le hacen falta, ella tiene sus amistades, entre
churretes y zapatos rotos, y su blanca sonrisa es la mejor arma contra la
desigualdad y el clasismo que sufre día a día.
Hoy ante la ventana,
Ana recuerda la pasada Navidad. El regocijo ante el plato de filetes de ternera
que, por única vez en el año, había conseguido comprar su madre como carne de
bragueta, vendida por los empleados del matadero y que habían conseguido
robándola escondida en sus partes. Consciente del esfuerzo de sus padres, el
cariño con el que la trataban, y cómo habían intercedido ante sus majestades
los Reyes de Oriente para que el día 6 de enero le dejaran junto a la cama de
sus padres una muñeca de cartón. ¡Qué felicidad! Por primera vez pensaba que
esos señores mágicos habían sido justos con ella, que tan bien se portaba,
equiparándola a las demás niñas que gozaban de todos los caprichos, aunque
fueran egocéntricas y mimadas. Ese día Ana lo pasó todo entero cuidando de su
muñeca como si fuera su hija y haciendo con ella viajes por los lugares descritos
en la radio de su vecino, situada en la puerta de la casa para que pudieran
escucharla en toda la comunidad. Hablaban de Paris, de la gran torre que
exhibieron en la exposición universal de 1889, de los canales de Venecia, y
cómo no, de las enormes pirámides junto al Nilo. Se imaginaba excavando una de
las tumbas reales de la meseta de Gizah, viajando en un vapor hacia Buenos
Aires e incluso actuando en el teatro de La Ópera de Paris, siempre con la
compañía de su adorada muñeca.
No ser mayor. Ese era
su sueño, permanecer sin el menor atisbo de metabolismo en su cuerpo durante el
resto de su vida. No llorar como veía a menudo a su madre por no saber qué
echar de condimento en el agua caliente que llamaban sopa. O llegar a casa como
su padre, después de más de diez horas de trabajo, sin ganas de hablar y con la
cabeza agachada. Ella quería permanecer en su felicidad perenne, en el mundo de
su muñeca y sus churreteados amigos. Por ello, cuando se le caía una pestaña, y
soplándola como le había dicho su madre, lanzaba con ahínco su deseo.
Ahora, su mente le
lleva a las imágenes más bellas que jamás ha visto y, a la vez, se le dibuja la
sonrisa que siempre tiene. Eran los recuerdos de las visitas a sus primos en
Puntales. ¡Eso sí que era un viaje! Sin duda eran sus mejores amigos. Como
corrían hacia la playa y se subían a la barca de su tío y cómo surcaban la
bahía gaditana. ¡Qué risas jugando a ser piratas! ¡Qué diversión escondiendo la
cuchara de madera de la tía en la arena cual tesoro imposible de arrebatar por
los malvados corsarios en los que en el juego se habían convertido sus dos
primos! Anita llora, pero lo hace por la suerte que ha tenido. Su mundo es mágico,
tan mágico que de unas piedras y una tanza hace un collar de perlas, de una
rama de un árbol una espada, y de una botella de cristal, el ron que su tío dice
que beben los piratas.
Cansada, con
magulladuras, volvía a la casa de sus primos, donde todos duermen los fines de
semana juntos, mientras su tío les narra la historia de su infancia, y el
abuelo, sin que lo vean sus padres, les da un caramelo de regaliz y… ¡qué sabor
tienen!
Volviendo a su
realidad, está aturdida, debe ser de pensar tanto, y parece que escucha sonidos
extraños, seguramente sus oídos se resientan de haber estado tan concentrada en
sus momentos. Pero ante la ventana, sigue recordando, ese retrato con el
caballo de madera el día de su comunión, las canciones que canta su madre
mientras cocina, y los olores, inconfundibles, de la casa caliente, de la
comida rica del pobre, del pan recién hecho y de las flores que lucen
esplendorosas mientras juega al corre corre que te pillo por la plaza de Mina.
La mirada cómplice de su madre cuando hace una travesura, el beso de su padre
antes de dormir, y la energía con la que despierta con ganas de comerse el
mundo cada mañana. Y el color, el color del cielo, del Sol acompañando su
camino en cada puesto de la plaza de Abastos, el azul verdoso del mar cuando
pasea por la muralla de Vendaval. Todo es especial, todo es único.
-
Ay
papá si vieras cómo he respondido a la hermana Maribel en el cole – se dice. -
Me supe toda la lección, desde los reyes godos hasta el reinado de Enrique IV y
su hermana Isabel la Católica. Todos me miraban con admiración, todos piensan
que soy la más lista de la clase.
Esa mañana ha tenido
que cantar “el Cara al Sol”, y unas mujeres han entrado en la clase
explicándoles que era la Sección Femenina de Falange, donde aprenderá a coser.
A ella le han parecido simpáticas y le ha gustado la idea y, por eso, cuando
llegó a su casa gritó un ¡Viva España! ¡Viva Franco! Tal y como le han
enseñado, por lo que ha sido reprendida por su madre, que esta vez no tan
cómplice, le ha prohibido decir que quiere apuntarse. Pero al minuto, Ana ya no
se acordaba y volvió a su mundo, de travesuras y juegos, y su elegante mueca de
sonrisa volvía a dibujarse en su cara.
Carne de caballo. Eso es
lo que ha traído su tía. A ella no le hace mucha gracia el comerse a ese bonito
animal, pero parece ser que es lo que hay y, por lo que le dicen, era un
manjar. Contrariada se lo come con asco, pero se promete a sí misma no volver a
llevársela a la boca. Pues los caballos, debían estar desfilando y en el campo,
no en un plato de comida. Ella prefiere los garbanzos, y las tortillas de
harina, aunque su comida favorita son las papas con carne sin carne, con el
sabor que sólo su abuela sabe darle a una comida que tiene en su nombre, como
ingrediente principal, el único que no pueden llevar al plato. Le da igual, es
algo exquisito.
Piensa que su primo está
loco, pero ¡ella más! Cómo podía haberla convencido de que fuera con él. Si la
viera su padre o su madre la mataba. Siempre le habían dicho que ni se le
ocurriera acercarse a las Cuevas de María Moco. Allí, según comentan, habita un
gitano que se lleva a las niñas que quieren entrar y hace jabón con ellas. Por
eso, cada vez que ve un jabón, no puede dejar de pensar que se está lavando con
lo que queda de una osada niña, y por eso, no le hace mucha ilusión el tomar un
baño en la bañera de cinc que comparte con sus padres. Pero bueno, estaba allí,
e iba a entrar por un pequeño boquete, por donde apenas cabía. Un viejo candil
era su único instrumento. Dentro oscuridad, silencio. Entraron, piedras
labradas en las paredes, arena en el suelo, humedad que gotea, largos pasillos
y algún boquete en el suelo, que ella imaginaba como trampas para quien hubiera
intentado transitar por ese raro camino. A la media hora faltaba un poco el
aire y empezó a estresarse, por lo que insistió a su primo en dar la media
vuelta, pero ante la negativa de este, se agarró a su brazo. Un pequeño ratón
rompió la armonía, y la carrera que se pegaron con el candil apagado hasta la
entrada fue digna de unas olimpiadas. ¡Qué miedo había pasado! Su corazón latía
más rápido que nunca, pero, bueno, había estado guay, es su secreto, el día que
entraron en las Cuevas.
Ja, ja, ja, ja. Es que
Juanito, mi primo es tonto. Estábamos jugando cuando ha venido corriendo un
cerdo, y Juanito, del miedo, en vez de correr para meterse en el almacén de
Paco, se ha ido corriendo para el cerdo, que al verlo se ha asustado más
todavía. ¿qué habrá pensado el cerdo al verse a Juanito con la cara blanca
yendo a toda velocidad y chillando hacia él? Ha sido increíble, me he hartado
de reír. Imposible de olvidar.
El silencio y su mente
eran interrumpidos, ahora que estaba pensando en los días de Corpus y en qué va
a estrenar este año, si unos zapatos, una pasada, o ¿quién sabe? Un traje.
Ojalá fuera un traje. Un hombre, mayor se sitúa a su lado. Le d un poco de
respeto, qué quiere ese intruso de una niña. Pero le recuerda a su padre, tiene
sus rasgos. Ella quiere seguir mirando la ventana, la de sus recuerdos, pero el
hombre le habla, le pregunta.
-
Estoy
bien, no tengo ganas de hablar con usted, sí, me he duchado y he comido, qué
oscuro está hoy el cielo, no me quiero ir a la cama tan pronto, es muy
temprano, no, tú no eres mi hijo, bueno me acuesto, hasta mañana, no te doy un
beso, bueno sí, eres muy amable, no me digas que me quieres.
En la cama de la fría
residencia, Ana se acurruca bajo las sábanas, con la única intención de
despertarse con la energía de siempre para, frente a la ventana, recordar
aquello que le hace feliz, lo que sabe que nunca va a olvidar, su magnífica
infancia, y vuelve a dibujarse la sonrisa de una niña, la que siempre ha
tenido.
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